Tuesday, October 30, 2007

 

Memorias del Subsuelo, de Fedor Dostoievsky (extracto)

“Ahora voy a contarles, señores (quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado convertirme en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello.
Una conciencia demasiado clarividente es (se lo aseguro a ustedes) una enfermedad, una verdadera enfermedad. Una conciencia ordinaria nos bastaría y sobraría para nuestra vida común; sí, una conciencia ordinaria, es decir, una porción igual a la mitad, a la cuarta parte de la conciencia que posee el hombre cultivado de nuestro siglo XIX y que, para desgracia suya, reside en Petersburgo, la más abstracta, la más «premeditada» de las ciudades existentes en la Tierra (pues hay ciudades «premeditadas» y ciudades que no lo son). Se tendría, por ejemplo, más que de sobra con esa cantidad de conciencia que poseen los hombres llamados sinceros, espontáneos y también hombres de acción.
Ustedes se imaginan (apostaría cualquier cosa) que escribo todo esto por darme importancia, por burlarme de los hombres de acción, por darme tono a la manera del fatuo que arrastraba el sable y del que les he hablado hace un momento, pero eso sería de muy mal gusto. Pues ¿quién puede pensar, señores, en vanagloriarse de sus enfermedades y utilizarlas como pretexto para darse tono? Pero ¿qué digo? Todo el mundo obra así. Precisamente de sus enfermedades extraen la gloria. Y eso hago yo, probablemente aún más que nadie... En fin, no hablemos más del asunto: mi objeción es estúpida.
Sin embargo (estoy firmemente convencido de ello), la conciencia, toda conciencia es una enfermedad.
Lo mantengo. Pero dejemos esto por ahora. Respóndanme a esto: ¿cómo es que siempre, en el preciso instante -como hecho adrede- que me sentía más capaz de apreciar todos los matices de lo bello, de lo sublime, como se decía en nuestra patria hace poco, se me ocurría no sólo pensar, sino hacer cosas tan inconvenientes? Eran actos que todos realizan con oportunidad, pero que yo cometía precisamente cuando me daba perfecta cuenta de que había que abstenerse de ejecutarlos. Cuanto más clara conciencia tenía del bien y de todas las cosas «bellas y sublimes», tanto más me hundía en mi cieno y tanto más capaz me sentía de sepultarme en él definitivamente. Pero lo más notable es que este desacuerdo no parecía un hecho fortuito, dependiente de las circunstancias, sino algo que ocurría del modo más natural. Se diría que éste era mi estado normal, y en modo alguno una enfermedad o un vicio; tanto, que finalmente perdí todo deseo de luchar. En resumen, que casi admito (y tal vez sin «casi») que aquél era el estado normal de mi espíritu.
Pero, al principio, ¡cuánto sufrí en esta lucha! No creía que los demás pudiesen estar en el mismo caso, y a lo largo de toda mi vida he mantenido en secreto este rasgo de mi carácter. Me avergonzaba de él (es posible que me avergüence todavía). Tan lejos iba en esto, que experimentaba una especie de placer secreto, vil, anormal, al volver a mi casa, a mi agujero, en una de las turbias e ingratas noches petersburguesas, y decirme que otra vez había cometido una villanía aquel día y que sería imposible repararla. Entonces me roía interiormente. Me roía, me desgarraba a dentelladas, bebía largamente mi amargura, me saciaba de ella de tal modo, que al fin experimentaba una especie de debilidad vergonzosa, maldita, en la que saboreaba una verdadera voluptuosidad. ¡Sí, lo repito: una verdadera voluptuosidad! He sacado a relucir esta cuestión porque deseo saber si otros conocen semejantes voluptuosidades.
Me explicaré. La voluptuosidad procedía, en este caso, de que me daba clara cuenta de mi humillación, la cual procedía del convencimiento de haber llegado al límite. «Tu situación es abominable -me decía a mí mismo-, pero no puede ser otra; no tienes ninguna salida; no podrás cambiar nunca, porque, aunque tuvieras el tiempo y la fe necesarios para ello, no querrías convertirte en otro hombre. Por otra parte, aunque quisieras cambiar, no podrías. ¿En qué otra cosa te transformarías? ¡Quizá no hay ninguna!»
Pero lo esencial- y esto pone fin a la cuestión- es que todo se realiza de acuerdo con las leyes fundamentales y normales de la conciencia refinada, y mana de ella directamente, tanto, que es por completo imposible no sólo cambiar, sino, generalmente, reaccionar de algún modo. La conciencia refinada nos dice, por ejemplo : «Tienes razón, eres un canalla». Pero el hecho de que yo pueda comprobar mi propia condición canallesca no me consuela lo más mínimo de ser un canalla. ¡En fin, basta ya! ¡Cuántas palabras, Dios mío! Pero ¿qué he explicado? ¿De dónde proviene esa voluptuosidad? Sin embargo, me interesa explicarlo todo. Iré hasta el fin. Para eso he tomado la pluma...
Empezaré por decir que tengo un amor propio tremendo, que soy tan desconfiado y susceptible como un jorobado, como un enano. Pero, verdaderamente, ha habido momentos en mi existencia en los que, si me hubiesen dado una bofetada, me habría sentido quizá muy dichoso. Hablo en serio; habría podido encontrar en ello cierto placer..., el placer de la desesperación, desde luego. Pues la desesperación oculta la voluptuosidad más ardiente, sobre todo cuando la situación aparece sin salida. Sin embargo, en el caso de la bofetada, ¡qué sensación de aplastamiento se experimenta!
Pero lo principal es que siempre resulta que soy yo el culpable, sea cual fuere el lado desde el que examinen las cosas, y es más: culpable sin serlo, por lo menos, de acuerdo con las leyes de la naturaleza.
Soy culpable, ante todo, porque soy más inteligente que cuantos me rodean (siempre me he considerado más inteligente que las personas que me rodeaban, e incluso -¡fíjense ustedes!- mi sensación de superioridad me confunde hasta el punto de que miro a la gente de reojo, por no poder mirarla cara a cara).
Soy culpable, además, porque, aún cuando me hubiese sentido generoso, el convencimiento de que esto era inútil sólo habría servido para atormentarme más. Desde luego, no habría adelantado nada. No habría podido perdonar, porque el agresor me habría golpeado seguramente, de acuerdo con las leyes de la naturaleza, las cuales no se preocupan por nuestro perdón. Además, me habría sido imposible olvidar, porque el insulto, por natural que sea, siempre es un insulto. En fin, si renunciaba a ser generoso y pretendía, por el contrario, vengarme del agresor, no podía cumplir este propósito, porque me era imposible decidirme a obrar, aún teniendo la facultad de hacerlo.
Pero ¿por qué? Sobre esto quisiera decirles a ustedes unas palabras.”

 

La hierba roja, de Boris Vian

Un mundo donde las casas crecen oblicua y perpendicularmente, un lugar donde los animales hablan y tienen sueños propios, un sitio extraño donde las mujeres conservan la coqueteria mientras sus hombres soportan los vaivenes de una vida abúlica..... un paisaje distinto que nos sorprende, pero no a uno de sus protagonistas quien, apoyado por la lealtad de un amigo, decide hacer algo.
Porque aún en aquel mundo surreal, las reglas y lo que se debería ser o hacer, sobrevuelan también la vida de los habitantes.
Y lo que resulta de aquella rebeldía contra lo establecido, contra el hartazgo de Wolf, es la construcción de una máquina que lo llevará a recorrer varios rincones de su vida, un viaje por el tiempo, mientras el juez social, materializado en variados personajes con placa de bronce que los anuncia, hará su interrogatorio.
Así, los recuerdos acecharán dentro y fuera de la máquina, mientras la fiesta de presentación del aparato transcurre, o durante la práctica de tiro al blanco con seres humanos amordazados, o en el mismo instante en que Wolf y el mecánico se abandonan a los favores de las “amorosas”, tras un camino de días por las entrañas del planeta.
Cito algunos pasajes:
“Vea usted, señor Brul, mi punto de vista es muy simple: en tanto que exista un lugar donde haya aire, sol y hierba, debe uno lamentarse de no estar allí” o “Estaba abrumado por el sentimiento. Me querían demasiado; y como yo no quería a nadie, llegaba a la lógica conclusión de que los que me amaban eran estúpidos... incluso perversos.”
Wolf, al decir estas palabras, corrobora de algún modo su admiración por la sencillez constitutiva de “el Senador”, aquel ser que halla la felicidad en el pequeño hecho de tener su uapití; Wolf, junto con Saphir Lazuli, se preguntan cómo sobrevivir a sus obsesiones, a la pesada historia que a cada uno les toca llevar, y disfrutar entonces del amor de Lil y Folabril, sus respectivas mujeres.
Tan bello como trágico, el relato nos conduce a lo humano desde un paisaje desconocido, la imaginación y el vuelo poético echando raíces en el suelo de lo real, porque así funcionan los mecanismos de la fantasía. Y podríamos decir que el texto nos sugiere, tal vez, que de poco sirve pensar murciélagos amarillos sino se intenta con ello la belleza, la profundidad filosófica y existencial que por ejemplo, logra con creces esta obra, ese “calar hondo” que a lo largo de los años, ha logrado La hierba roja en la literatura y el alma contemporáneas.

Fuente: http://www.camlawebcultural.com.ar/

 

Extracto de "Lolita", de Vladimir Nabokov

Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o tres veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica ( o sea demoníaca); propongo llamar nínfulas a estas criaturas escogidas...Si pedimos a un hombre normal que elija a la niña más bonita en una fotografía de un grupo de colegialas o girl scouts, no siempre señalará a la nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo, para reconocer de inmediato, por signos inefables - el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas me prohiben enumerar- al pequeño demonio mortífero ignorante de su fantástico poder."

Vladimir Nabokov, Lolita, 1956

Thursday, October 18, 2007

 

Extracto del Primer Manifiesto Surrealista, por Andre Breton

“Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano. Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración legítima. Pese a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer que se nos ha legado una libertad espiritual suma. A nosotros corresponde utilizarla sabiamente. Reducir la imaginación a la esclavitud, cuando a pesar de todo quedará esclavizada en virtud de aquello que con grosero criterio se denomina felicidad, es despojar a cuanto uno encuentra en lo más hondo de sí mismo del derecho a la suprema justicia. Tan sólo la imaginación me permite llegar a saber lo que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible condena; y esto basta también para que me abandone a ella, sin miedo al engaño (como si pudiéramos engañarnos todavía más). ¿En qué punto comienza la imaginación a ser perniciosa y en qué punto deja de existir la seguridad del espíritu? ¿Para el espíritu, acaso la posibilidad de errar no es sino una contingencia del bien?”

 

Sobre Roland Barthes (y un extracto de "Fragmentos de un discurso amoroso")

Roland Barthes (1915-1980)
Escritor y pensador francés, su saber se extiende a la sociología, la crítica literaria y a la filosofía. Escribió también sobre música, fotografía, cine y arte. Se ha dicho que su trabajo es un intento de construcción de una filosofía de la semiótica. Sus obras son: Elementos de semiología (1965), Crítica y verdad (1966), Sistema de la moda (1967), S/Z (1970), El imperio de los signos (1970), El placer del texto (1973), Fragmentos de un discurso amoroso (1977) y La cámara lúcida (1980).

Fragmentos de un discurso amoroso (extracto)
“El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es “yo te deseo”, y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.”

 

Si Bradbury lo dice...

"Sabemos qué nuevo y original es cada hombre, incluso el más lerdo e insípido. Mi padre y yo no fuimos realmente grandes amigos hasta muy tarde. El lenguaje, el pensamiento cotidiano de él no era muy excepcional, pero bastaba que yo dijera "Papá, cuántame cómo era Tombstone cuando tenías diecisiete años", o "¿Y los trigales de Minnesota cuando tenías veinte?", para que papá se largara a hablar de cómo había huido de su casa a los dieciséis, rumbo al oeste a comienzos de este siglo, antes de que se fijaran las fronteras, cuando en vez de autopistas sólo había sendas de caballo y vías de tren y en Nevada arreciaba la Fiebre del Oro.
El cambio en la voz de papá, la aparición de la cadencia o las palabras justas, no sucedía en el primer minuto, ni en el segundo ni en el tercero. Sólo cuando había hablado cinco o seis minutos, y encendido la pipa, volvía de pronto la antigua pasión, los días pasados, las viejas melodías, el tiempo, la apariencia del sol, el sonido de las voces, los furgones surcando la noche profunda, los barrotes, los raíles estrechándose detrás en polvo dorado a medida que adelante se abría el Oeste: todo, todo, y allí la cadencia, el momento, los muchos momentos de verdad y por lo tanto de poesía.

De pronto La Musa se había presentado a papá.
La Verdad se le acomodaba en la mente.
El Inconsciente se ponía a decir lo suyo, intacto, y le fluía por la lengua.
Como debemos hacer nosotros cuando escribimos."

de Zen en el arte de escribir, Editorial Minotauro


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