Sunday, April 27, 2008

 

Fragmento de “Tierra de frontera” de Héctor Tizón

Es verdad que la tarea de un narrador, aunque comparta ciertos procedimientos comunes, no es la de un antropólogo o la de un sociólogo, sino la de un artista. Los primeros enumeran, explican, clasifican y postulan enunciados o leyes. Al escritor, para lograr convicción, quizá le sea conveniente saber el nombre de las flores, las piedras, los árboles, los insectos, el pan que come, pero si no son circunstancialmente necesarios debe alejarse de esas exactitudes, hacer como si las ignorara y volverlas a crear. La exactitud de los datos sólo debe adivinarse en el contexto de una obra literaria., no en su cuerpo textual.
Un escritor no vivisecciona la historia narrativa con frialdad científica y neutra. Debe narrar lo que conoce condicionándolo o recreándolo, pero sin consideraciones fundadas en la ética, la ciencia, la militancia, la crítica o la piedad. Tampoco le debe importar ser oscuro, si lo que narra es esencialmente coherente y conmovedor. La claridad no siempre es sello distintivo y único de la obra literaria, ni siquiera de aquellas que llamamos “clásicas”. No es más hondo, ni mejor, ni más rico, Aristóteles que Heráclito.
Pero su primer deber es resguardar la riqueza de la lengua, evitar su empobrecimiento (que para eso ya es suficiente con la tevé y las historietas y comics), huir de las jergas, del dialecto eclesial y del mero color “local”. No quiero decir con esto que hay que recurrir al diccionario, pero tampoco lo contrario; no debemos degradar a los lectores al nivel de la patanería so capa de un populismo del habla, tan pernicioso como todos los demás populismos. E incluso no se debe desdeñar la retórica (no digo solemnidad o grandilocuencia) cuando es buena y nos sirve como “amplificación poética de la materia bruta imaginaria”.
Queda agregar que todo esto que he dicho ha sido pensado en mí mismo, no generalizo ni busco la polémica porque creo que ésta no tiene sentido. No se escribe para imponer una idea o una ideología. No se escribe por militancia sino por necesidad. Y aún así, una y otra vez, los que pretenden cambiar el mundo o la vida apelan a la literatura, y cada generación prefiere el arte que la coloca ante un espejo en el cual puede reconocerse.
A cada rato, una y otra vez, los escritores de hoy nos ropamos con la envejecida pregunta de si el arte debe valer por sí o si debe asumir un compromiso. O con aquello de si el arte debe ser realista o no comprometido. Y la respuesta es imposible porque la pregunta está mal planteada y es maniquea.
La tarea de un escritor no es la de cambiar la vida sino la de reflejarla, fijarla y resucitarla para que los demás la observen una y otra vez, para que todos tengamos una oportunidad; para recordar, para que al verla de nuevo, tengamos la ilusión o la ilusoria chance de vivir otra vez. Para ser esta vez otros.
La literatura no puede cambiar el mundo o la vida. Sólo puede llegar a ser un destello, un fogonazo, un graffiti, un escrito en el muro. Esto es todo lo que puede hacer un hombre llamado escritor para que ciertos momentos de la vida no mueran del todo y para siempre. En eso residen sus límites, pero también, quizá, su grandeza.


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